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COLUMNA DE OPINIÓN

¿Cavando nuestra tumba? Minería, desarrollo y riesgo de desastres en Chile
abril 12, 2021
¿Cavando nuestra tumba? Minería, desarrollo y riesgo de desastres en Chile
¿Cavando nuestra tumba? Minería, desarrollo y riesgo de desastres en Chile
Imagen: Aluviones en Diego de Almagro, 2015. Fuente: www.diariolasamericas.com/van-18-muertos-lluvias-al-norte-chile-n3028986
“En Chile, la gran minería se ha convertido en una amenaza para la salud y la vida. En 1965, un terremoto en la zona de La Ligua hizo derrumbar dos tranques de relaves de la mina “El Soldado”, matando un número estimado de 200 a 300 personas; el 2015 y 2017, los aluviones en el norte inundaron ciudades enteras con una mezcla de lodo y material tóxico de relaves. Casos como éstos no son aislados. El catastro oficial de SERNAGEOMIN indica que existen 757 relaves en nuestro país, pero conteos independientes hablan de varios miles; cada uno de ellos es una potencial bomba de tiempo, y muchos de ellos están ubicados cerca o incluso al interior de áreas densamente pobladas. La recientemente publicada “Política Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres 2020-2030” abre la oportunidad para pensar los desastres en el contexto del actual modelo de desarrollo neoliberal-extractivista, un modelo que Chile debiese dejar atrás.”

I. Antecedentes generales

En marzo de este año se publicó en el Diario Oficial la nueva “Política Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres 2020-2030” (Ministerio del Interior, 2021), desarrollada por la Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, instancia de coordinación intersectorial fundada en 2012 y liderada por la Oficina Nacional de Emergencias (ONEMI). Tanto la política como el plan que la acompaña fueron elaborados gracias al trabajo multisectorial desarrollado por la Plataforma Nacional que incorporaba, al año 2017, más de 100 organismos “representantes de los sectores público, privado, Fuerzas Armadas, academia, sociedad civil organizada, organismos internacionales, organismos autónomos, entre otros” (Ministerio del Interior, 2021, p.3).

Pese a la relevancia de la reducción del riesgo de desastres (RRD) en nuestro país, y al hecho de estar viviendo uno de los mayores desastres globales de nuestra historia reciente – la pandemia de COVID-19 – la publicación de la nueva política ha recibido escasa cobertura en los medios nacionales.

La política nace específicamente para cumplir con los compromisos internacionales adquiridos por el Estado de Chile al suscribir el Marco de Sendai para la Reducción de Riesgos de Desastre en 2015. EL documento apunta a posicionar la RRD como una prioridad nacional, abordándola de manera transversal y coherente con otros acuerdos internacionales vigentes, tales como la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible[1], la Agenda Humanitaria[2], el Acuerdo de París[3], la Nueva Agenda Urbana Hábitat III[4], entre otros. Finalmente, pone un énfasis importante en el “desarrollo sostenible” de Chile, declarando que su objetivo último es “reducir el riesgo de desastres en el país, entendiéndolo como una estrategia para alcanzar la sostenibilidad del desarrollo” (Ministerio del Interior, 2021, p.3).

II. Los “otros” desastres

La política de desastres reconoce que nuestro país está expuesto a un sinnúmero de amenazas naturales conducentes a desastres: terremotos, tsunamis, marejadas, erupciones volcánicas, eventos hidrometeorológicos extremos, inundaciones y aluviones, entre otros. Y a pesar de que se menciona la categoría de amenazas antrópicas o causadas por la acción humana, el único ejemplo que se incluye en esta categoría es el de incendio forestal, un evento que puede ser entendido como accidental[5]. Del mismo modo, de las 83 catástrofes ocurridas en Chile desde 1960 a la fecha mencionadas en el documento, ninguna es descrita como directamente ligada a la acción humana, lo que sugiere una visión de los desastres como eventos accidentales o inusuales, de algún modo externos a las actividades humanas que se desarrollan de manera más permanente en el territorio.

Sin embargo, la literatura internacional – incluso aquella más “oficial” proveniente de Naciones Unidas – lleva un buen tiempo desarrollando una mirada ampliada sobre los desastres, sus causas y el modo en que estos se despliegan territorialmente (UNDRR, 2020). De este modo, un desastre puede ser un evento focalizado, pero también puede ser una condición que se extiende espacial y temporalmente; puede ser de gran escala, afectando a regiones enteras, o puede ser de pequeña escala, afectando a pueblos o pequeñas comunidades; puede ser un evento único, que ocurre cada decenas o cientos de años, pero también puede ser algo recurrente y, por lo mismo, ser hasta cierto punto invisible o llegar a estar normalizado como “parte de la vida”.

III. Desarrollo y desastres

Particular atención se le ha dado en los últimos años a las amenazas tecnológicas o industriales como la contaminación industrial y la producción de desechos y derrames tóxicos, entre otros, causando degradación ambiental, riesgo a la salud y a la vida de los habitantes cercanos (UNDRR, 2020). Estas amenazas ya no pueden ser calificadas como accidentes, sino que son consecuencia directa y premeditada de actividades productivas específicas desarrolladas en el territorio. El ejemplo más conocido que tenemos hoy en Chile son las llamadas “zonas de sacrificio”, definidas como territorios (y sus habitantes) localizados junto a parques industriales, termoeléctricas o plantas faenadoras de animales, que han sido literalmente sacrificados en nombre de un desarrollo mal entendido[6].

Pero también la gran minería se ha convertido en una amenaza constante, no sólo para los habitantes cercanos a los sitios de extracción, sino para todas las poblaciones y territorios a lo largo de la cadena de producción y distribución de minerales; desde la cordillera, pasando por los valles y cuencas transversales, hasta llegar a los puertos de carga. Una cadena de producción que, por lo demás, se ha vuelto particularmente activa desde el llamado “súper ciclo de las commodities”, un proceso continuo de alza de precios de recursos naturales motivado por el crecimiento explosivo de China y sus requerimientos crecientes de materias primas a principios de este siglo[7].

Esta máquina frenética de extracción y distribución global va dejando a su paso desastres cotidianos y crónicos muchas veces invisibles, o cuyos efectos sólo pueden ser percibidos en el largo plazo. Sólo como un ejemplo, la lenta contaminación del agua, suelo y aire, producida por depósitos de relaves – colosales depósitos de material tóxico descartado durante los procesos de refinamiento del mineral – ha producido ya daños irreparables, tanto a la salud física y psicológica de las personas, como a los territorios y los seres no-humanos, como ha quedado demostrado gracias al trabajo del Instituto Nacional de Derechos Humanos y otros autores (INDH, 2016 & 2019; Ureta, Mondaca & Landherr, 2018). Más aún, estos relaves pueden interactuar con otro tipo de amenazas naturales más puntuales y de gran intensidad como terremotos y aluviones, multiplicando su daño a un nivel que es actualmente difícil de cuantificar.

En 1965, un terremoto en la zona de La Ligua hizo derrumbar dos tranques de relaves de la mina "El Soldado", matando un número estimado de 200 a 300 personas[8]; el 2015 y 2017, los aluviones en el norte inundaron ciudades enteras con una mezcla de lodo y material tóxico de relaves[9]. En Chile, el catastro oficial de SERNAGEOMIN (2020) indica que existen 757 de estos relaves, pero conteos independientes hablan de varios miles; cada uno de ellos es una potencial bomba de tiempo, y muchos de ellos están ubicados cerca o incluso al interior de áreas densamente pobladas[10].

Se hace necesaria entonces una discusión en la que los desastres sean evaluados en el contexto del modelo de desarrollo prevalente en Chile, que actualmente sigue siendo un modelo extractivista-neoliberal. La política de desastres da algunas luces sobre esto, reconociendo que los desastres son “construidos” socialmente (Blaikie et al. 2004, en Ministerio del Interior, 2021, p.4) y que por tanto “es relevante que el país destine mayores esfuerzos para avanzar en reformas estructurales afines” (Ibid., p.7).

Pero olvida mencionar que los desastres no son sólo construidos, sino que – de acuerdo con una extensa literatura internacional en estudios de RRD – pueden ser vistos como manifestaciones concretas de modelos de desarrollo fallidos, incompletos o unidimensionales, usualmente ligados a economías capitalistas. Más aún, muchas veces los desastres responden a desigualdades estructurales del modelo capitalista neoliberal y son, por definición, ejemplos de relaciones no sustentables entre humanos y medioambiente. De este modo, todas aquellas medidas de RRD que no apuntan a modificar el modelo de desarrollo estructural, pueden paradójicamente reproducir el status-quo e incluso aumentar la vulnerabilidad de la población a la que se pretende beneficiar (Oliver-Smith, Alcántara-Ayala, Burton and Lavell, 2017; Pelling, 2003; Lavell and Maskrey, 2014).

IV. ¿Qué nos hace falta?

La nueva política es una buena noticia en el sentido de que es un marco relativamente abierto que permite integrar, en su implementación, un sinnúmero de actores, estrategias, y tipos de desastres. Lo que sigue siendo un problema, a mi entender, son los supuestos conceptuales que subyacen en el documento y que aparecen de manera más o menos explícita a lo largo de él.

El lenguaje puede haber cambiado con respecto a regulaciones anteriores, de modo de incorporar la idea de que los desastres son construcciones humanas, pero hay algo que no termina de cuajar entre esta idea y la implementación de estrategias que la política propone. Esto es particularmente claro al constatar que son muy escasas las ocasiones en que el documento vincula (o siquiera menciona simultáneamente) actividades productivas y riesgo de desastre, lo que lleva a pensar que, al menos en el contexto de la política pública, estas dos dimensiones –fuertemente vinculadas en la práctica como vimos en el caso de los relaves mineros – siguen corriendo por carriles paralelos.

Una segunda desconexión entre idea e implementación se aprecia en el hecho de que, a pesar de que la política plantea la necesidad de “recoger los conocimientos tradicionales y ancestrales, así como habilidades y capacidades que subyacen en los territorios como elementos claves para aumentar la resiliencia” (p.4), los organismos representados en la Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres son en su mayoría agencias estatales e instituciones científicas y académicas, sin una participación directa de las organizaciones de base o las comunidades vulnerables o afectadas directamente por desastres[11].

Un valioso punto de partida para desarrollar futuras políticas o fortalecer la actual podría venir del trabajo iniciado por la misma Plataforma en 2018 con la producción del instrumento “Identificación de los Factores Subyacentes del Riesgo de Desastres - Instructivo Equipo Comunal” (ONEMI, 2017), centrado en los aspectos o procesos más estructurales que se encuentran a la base del riesgo, ordenados en cuatro categorías: Gobernanza, Ordenamiento Territorial, Caracterización Socio demográfica-económicay Cambio climático-recursos naturales, y que sí reconoce la posibilidad de que exista una “insuficiente gestión de externalidades negativas derivadas del sector productivo (minero, industrial y otros cuyos residuos pueden tornarse riesgosos para la salud y medio ambiente)” (ibid., p.73).

Al 2019, este instrumento ya se había aplicado en el 100% de las comunas del país [12], convirtiéndose en una fuente riquísima de información y una valiosa metodología, reconocida internacionalmente (Silva Bustos, 2020). Sin embargo, la política actual apenas menciona este trabajo y no queda claro cómo estos hallazgos serán incluidos en planes y estrategias concretas.

Simultáneamente a la urgente necesidad de entender los factores subyacentes del riesgo a nivel local, Chile está hoy iniciando el proceso de redacción de una nueva Constitución y es ahí donde me parece que debe iniciarse la reconceptualización de nuestra relación con el territorio, los desastres y los recursos naturales. En esta nueva Constitución, debemos plantear claramente qué tipo de desarrollo queremos alcanzar como país, qué tipo de “sacrificios” o riesgos estamos dispuestos a correr, y de qué modo éstos se distribuyen equitativamente en los territorios y comunidades. Sólo a partir de estas definiciones es que es posible pensar en políticas más integradas, que consideren los riesgos de desastre en toda su complejidad espacial, cultural, social y económica.

Referencias:

Blaikie, P., Cannon, T., Davis, I. & Wisner, B. (2003). At Risk. Florence: Taylor and Francis.

INDH - Instituto Nacional de Derechos Humanos, 2016. Informe Misión De Observación A Las Comunas De Copiapó, Tierra Amarill